-¡Esto no se puede consentir!- rugía mi pater amantísimo. –¡Me han alquilado una pocilga a precio de mansión! ¡Como no me den una satisfacción inmediata y ahora mismo, voy a ponerles una denuncia por estafa y publicidad engañosa ! ¡Acabo de llegar con una niña de siete años (¡Oh, gran sorpresa!. ¡Yo contaba! ¡Se acordaba de mí! El corazón me dio un vuelco al sentirme nombrada) y esto es un estercolero! El grado de insalubridad es manifiesto. Daré parte a Sanidad Pública y... -Algo interrumpió su magnífica perorata y, a juzgar por su inmediato cambio de tono, debió tratarse de una respuesta sumamente importante.
-Está bien, si es así, de acuerdo... ¿Dentro de media hora?... Allí estaré. -Y terminó, disponiéndose a salir, cuando tropezó conmigo.
-¡Por Dios, Clara, siempre agazapada por los rincones como un fantasma! Venga, vámonos -dijo subiendo al coche.
¡Oh, no! Todos mis sueños pisoteados con una simple llamada telefónica. Odiaba los móviles, los odiaba con todas mis fuerzas. ¿Sin casa? ¿Sin jardín? ¿Sin playa? ¿Sin vacaciones? Por un instante deseé morir, mientras permanecía en estado catatónico detenida entre la puerta de la casa y la trasera del coche. -¿No me has oído? No te quedes ahí como un pasmarote, nos están esperando. ¡Vamos! -gritó, poniendo el coche en marcha.
-Pero, papá...- Aventuré en voz baja una vez ya instalada en el vehículo, en un intento por cambiar las cosas dentro de mis escasas posibilidades. Pero él no me escuchaba. Apretó el acelerador y con un rugido espantoso abandonamos aquel rincón paradisíaco para sumergirnos en un laberinto de calles atestadas de turistas en pantalón corto y niños lamedores de helados que se dejaban arrastrar por sus padres a la busca y captura de un rincón sombreado donde soplara una ligera brisa, mientras contemplaban la caída de la tarde. Mi padre, más drástico, aparcó en una explanada habilitada para tal fin y me empujó hacia el interior de un local climatizado, en cuya entrada lucía un cartel con el rimbombante nombre de “Bar Paradiso”.
22 de mayo de 2009
21 de mayo de 2009
"ESPUMA DE MAR" Capítulo II
Papá se quedó plantado ante la puerta de la casa, con las llaves en la mano, incapaz de reaccionar y con mirada de zombie. Yo, más habituada que él a los desengaños con que nos suele obsequiar la vida, me lancé camino abajo a todo correr hasta dar con la orilla del mar. Allí me quité las sandalias nuevas que mamá había traído de Florencia en primavera, sumergí los pies en el agua transparente y me senté frente a aquella inmensidad marina para meditar sobre mi pequeña vida.
Tenía un mes por delante para intentar conquistar a mi padre y demostrarle que, servidora, era algo más que un parásito pegado a él para los restos. Una casa que, aunque no fuese ninguna maravilla, serviría para acogernos en su regazo durante las horas de intenso calor y las noches sofocante. Un jardín grande en el que perderme cuando él necesitase estar solo y, además, una playa inmensa llena de guijarros de distintos colores inundada de agua aterciopelada y cálida, aunque con alguna cagarrutilla flotante, ahora que la observaba con detenimiento. Pero eso carecía de importancia para mí en aquellos instantes en que, por primera vez en mi vida, comenzaba a creer que ésta podía tener algún sentido y notaba un cosquilleo inquieto en el estómago con algo parecido a lo que podría considerarse una inminente señal de felicidad. Nada ni nadie iba a estropearlo, de eso estaba bien convencida.
Animada por estas nuevas y desconocidas sensaciones, me calcé las sandalias de nuevo y regresé a la casa decidida a consolar al autor de mis días que, con toda seguridad, se encontraría llorando sus miserias en algún rincón polvoriento, agarrado a las telarañas.
La puerta estaba abierta y a mi padre no se le veía por parte alguna, cuando me pareció oírle conversar. ¡Jo, el pobre estaba peor de lo que yo suponía! Acostumbrada a pasar lo más desapercibida posible, me aposté junto a la entrada del comedor y agucé el oído...
Continuará...
Tenía un mes por delante para intentar conquistar a mi padre y demostrarle que, servidora, era algo más que un parásito pegado a él para los restos. Una casa que, aunque no fuese ninguna maravilla, serviría para acogernos en su regazo durante las horas de intenso calor y las noches sofocante. Un jardín grande en el que perderme cuando él necesitase estar solo y, además, una playa inmensa llena de guijarros de distintos colores inundada de agua aterciopelada y cálida, aunque con alguna cagarrutilla flotante, ahora que la observaba con detenimiento. Pero eso carecía de importancia para mí en aquellos instantes en que, por primera vez en mi vida, comenzaba a creer que ésta podía tener algún sentido y notaba un cosquilleo inquieto en el estómago con algo parecido a lo que podría considerarse una inminente señal de felicidad. Nada ni nadie iba a estropearlo, de eso estaba bien convencida.
Animada por estas nuevas y desconocidas sensaciones, me calcé las sandalias de nuevo y regresé a la casa decidida a consolar al autor de mis días que, con toda seguridad, se encontraría llorando sus miserias en algún rincón polvoriento, agarrado a las telarañas.
La puerta estaba abierta y a mi padre no se le veía por parte alguna, cuando me pareció oírle conversar. ¡Jo, el pobre estaba peor de lo que yo suponía! Acostumbrada a pasar lo más desapercibida posible, me aposté junto a la entrada del comedor y agucé el oído...
Continuará...
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