"...Regresamos al coche, para volver a aparcarlo unas calles más abajo, frente a un pequeño hotel situado a pocos metros de la playa del pueblo. El hombre de la visera estrangulada, corredor de fondo por lo visto, apareció cabeceando sonriente tras el mostrador de recepción. Sin mediar palabra, le alcanzó una llave a mi padre.
La habitación número 1015 era un reducido cubículo con dos camas gemelas y una silla en medio, a modo de mesita, donde descansaba un teléfono de color gris. El baño, más liliputiense que la habitación si cabe, tenía la alcachofa de la ducha dirigida al inodoro, posición muy cómoda si se tiene en cuenta el ahorro considerable de tiempo que puede significar el hacer dos cosas a la vez en un día en que las prisas y las necesidades urgentes te aprieten más de la cuenta.
Pero mi padre no disponía del suficiente sentido del humor como para valorar ciertas cosas. Tras inspeccionar los pocos enseres del habitáculo mientras resoplaba por las narices como un dragón prehistórico, salió al balcón que, para asombro de ambos, resultó ser la pieza con más metros y mejor amueblada de todo el conjunto. En ese momento dejó de resoplar y se instaló en una de las tumbonas, encendió un cigarrillo y se dedicó a contemplar el mar, o el horizonte, o el cielo, es decir, lo contempló todo menos a mí.
-Papá, tengo hambre.- Solté sin miramientos, aunque en voz baja por aquello de no resultar impertinente.
Él me miró y sonrió como sólo mi padre sabía hacerlo en determinadas y escasas circunstancias. Su sonrisa era amplia, grande y rellenita de dientes blancos y parejos. Además, cuando sonreía de ese modo, los ojos pasaban del gris oscuro que era el color más habitual en su mirada, a un verde luminoso y destellante. Vamos, una sonrisa de cine. Las amigas de mamá solían cuchichear entre ellas comentando lo muy guapo que era mi padre. Para mí sólo era eso, mi padre. Pero cuando sonreía de aquel modo, recordaba sus comadreos y me ponía de su parte. Como en aquel momento, sobretodo cuando alargó su brazo izquierdo hacia mí, sin dejar de sonreír:
-Ven aquí, anda. Mi pobre niña, a la que nadie hace caso, y menos que nadie este desalmado que tiene por padre. Mira, en cuanto nos duchemos y nos pongamos ropa limpia, saldremos a cenar, ¿te parece?...
A mí me requeteparecía. Abrazada, besada mimada, duchada y cenada. ¿Qué más podía pedirle a la vida?..."
CONTINUARÁ...