4 de junio de 2009

ESPUMA DE MAR

CAPÍTULO II ...Y SEGUIMOS...

"...Regresamos al coche, para volver a aparcarlo unas calles más abajo, frente a un pequeño hotel situado a pocos metros de la playa del pueblo. El hombre de la visera estrangulada, corredor de fondo por lo visto, apareció cabeceando sonriente tras el mostrador de recepción. Sin mediar palabra, le alcanzó una llave a mi padre.

La habitación número 1015 era un reducido cubículo con dos camas gemelas y una silla en medio, a modo de mesita, donde descansaba un teléfono de color gris. El baño, más liliputiense que la habitación si cabe, tenía la alcachofa de la ducha dirigida al inodoro, posición muy cómoda si se tiene en cuenta el ahorro considerable de tiempo que puede significar el hacer dos cosas a la vez en un día en que las prisas y las necesidades urgentes te aprieten más de la cuenta.

Pero mi padre no disponía del suficiente sentido del humor como para valorar ciertas cosas. Tras inspeccionar los pocos enseres del habitáculo mientras resoplaba por las narices como un dragón prehistórico, salió al balcón que, para asombro de ambos, resultó ser la pieza con más metros y mejor amueblada de todo el conjunto. En ese momento dejó de resoplar y se instaló en una de las tumbonas, encendió un cigarrillo y se dedicó a contemplar el mar, o el horizonte, o el cielo, es decir, lo contempló todo menos a mí.

-Papá, tengo hambre.- Solté sin miramientos, aunque en voz baja por aquello de no resultar impertinente.

Él me miró y sonrió como sólo mi padre sabía hacerlo en determinadas y escasas circunstancias. Su sonrisa era amplia, grande y rellenita de dientes blancos y parejos. Además, cuando sonreía de ese modo, los ojos pasaban del gris oscuro que era el color más habitual en su mirada, a un verde luminoso y destellante. Vamos, una sonrisa de cine. Las amigas de mamá solían cuchichear entre ellas comentando lo muy guapo que era mi padre. Para mí sólo era eso, mi padre. Pero cuando sonreía de aquel modo, recordaba sus comadreos y me ponía de su parte. Como en aquel momento, sobretodo cuando alargó su brazo izquierdo hacia mí, sin dejar de sonreír:

-Ven aquí, anda. Mi pobre niña, a la que nadie hace caso, y menos que nadie este desalmado que tiene por padre. Mira, en cuanto nos duchemos y nos pongamos ropa limpia, saldremos a cenar, ¿te parece?...

A mí me requeteparecía. Abrazada, besada mimada, duchada y cenada. ¿Qué más podía pedirle a la vida?..."

CONTINUARÁ...



2 de junio de 2009

ESPUMA DE MAR

CAPÍTULO II, SIGUIENDO...

"...A mí los pelos del cuerpo se me erizaron nada más entrar, no tanto por el nerviosismo de aquella extraña situación que no entendía, como por la brusquedad de cambio climático. Siempre he sido friolera y no creo exagerar ni un ápice si afirmo que la temperatura del lugar apenas debía rozar los quince grados centígrados. Además a papá se le terció sentarse, justo, bajo el chorro helado del aparato de aire con lo cual, a los pocos segundos, se me disparó una tiritera imparable con el consiguiente castañeteo de dientes que acabó con la poca paciencia disponible del autor de mis días.

-¿Quieres hacer el favor de no meter tanto ruido y quedarte quieta de una vez? -me espetó, mientras me dirigía una mirada furibunda. -¿Se puede saber qué narices te pasa? ¿No puedes comportarte como una niña normal por una vez en tu vida?

Me hubiese gustado contarle con detenimiento que las niñas normales andaban por la calle paseando bajo temperaturas razonables para un mes de Agosto, que no eran zarandeadas de acá para allá sin que mediasen explicaciones de ningún tipo y que solían andar comidas a las seis de la tarde con algo más que un vaso de leche con galletas ingerido a toda prisa a las doce del mediodía antes de subir al coche. Que las niñas normales lloraban y se quejaban por todo, principalmente cuando, como yo, empezaban a sentir un tremebundo dolor de cabeza y unos pinchazos terribles en medio de la espalda, señales inequívocas de que el bajón de temperatura y la inanición que andaba sufriendo me estaban bajando las defensas y provocando el comienzo de un catarrazo de muy señor mío. Que para deducir eso no hacía falta ser médico, ni traumatólogo, ni nada de nada, sino simplemente observador y un poco cuidadoso con la niña en cuestión.

Pero en el caso de mi padre, toda esta perorata hubiese sido inútil y fuera de lugar. Después de todo, él tampoco era un padre normal. Así es que me limité a poner cara de niña buena y un poco boba y pedí por el baño, donde me instalé por un buen rato bajo el secador automático de manos que devolvió temperatura a mi cuerpo y valor para seguir aguantando.

Salí del baño reconfortada y ya me dirigía a la mesa, cuando descubrí que mi lugar había sido ocupado por un desconocido calzado con unas chancletas viejas, vaqueros recortados por la rodilla y una gorra de visera que descansaba junto a mi vaso de agua, y con el que mi padre mantenía animada conversación. Me entretuve observando las tapas expuestas tras una vitrina de cristal sobre el mostrador mientras notaba que una acumulación excesiva de saliva amenazaba con atragantarme. Allí había de todo y tenía una pinta excelente. Patatas fritas, doraditas y crujientes, gambas con ajitos, huevos duros rellenos, aceitunas, croquetas, calamares y un sinfín de exquisiteces esperando ser devoradas por cualquier cliente caprichoso y, probablemente, menos hambriento que yo.

El dueño del bar, atraído sin duda por la penetrante mirada que dirigía una servidora a tan atractivas viandas, se me acercó tentador.

-¿Te apetece alguna cosa, bonita? ¿Unas bravas? No las hacemos muy picantes. ¿Prefieres unos calamares? Recién pescados esta mañana. Están riquísimos...

El hombre había alzado la voz, con la clara intención de que sus ofrecimientos llegasen a oídos de mi padre, pero éste se encontraba demasiado enfrascado en su conversación con el otro como para enterarse de nada, así que decidí abandonar mi puesto de observación y acercarme hasta la mesa con el objetivo de distraer mis cuitas con otros temas menos dolientes. Al llegar, los dos hombres se pusieron en pié, pero no debido a mi presencia, sino porque se estaban despidiendo.

-Entonces, mañana por la mañana, a las diez en la casa. Y esta vez espero que todo esté correcto -decía mi padre, dando el asunto por concluido. Yo, aunque desconocía la conversación mantenida, me quedé con la frase que me interesaba, es decir, la de que a las diez en la casa. Bueno, por fin parecía que todo iba a terminar bien. El otro hombre, todo sonrisas, se alejaba hacia la salida cabeceando afirmativamente mientras retorcía la visera de la gorra con ambas manos como si pretendiese estrangularla. Por fin desapareció y mi padre volvió a tomar conciencia que no estaba solo en el mundo, cuando dijo:

-Venga, niña, vámonos.

Regresamos al coche, para volver a aparcarlo unas calles más abajo, frente a un pequeño hotel situado a pocos metros de la playa del pueblo. El hombre de la visera estrangulada, corredor de fondo por lo visto, apareció cabeceando sonriente tras el mostrador de recepción. Sin mediar palabra, le alcanzó una llave a mi padre..."