
-Está bien, si es así, de acuerdo... ¿Dentro de media hora?... Allí estaré. -Y terminó, disponiéndose a salir, cuando tropezó conmigo.
-¡Por Dios, Clara, siempre agazapada por los rincones como un fantasma! Venga, vámonos -dijo subiendo al coche.
¡Oh, no! Todos mis sueños pisoteados con una simple llamada telefónica. Odiaba los móviles, los odiaba con todas mis fuerzas. ¿Sin casa? ¿Sin jardín? ¿Sin playa? ¿Sin vacaciones? Por un instante deseé morir, mientras permanecía en estado catatónico detenida entre la puerta de la casa y la trasera del coche. -¿No me has oído? No te quedes ahí como un pasmarote, nos están esperando. ¡Vamos! -gritó, poniendo el coche en marcha.
-Pero, papá...- Aventuré en voz baja una vez ya instalada en el vehículo, en un intento por cambiar las cosas dentro de mis escasas posibilidades. Pero él no me escuchaba. Apretó el acelerador y con un rugido espantoso abandonamos aquel rincón paradisíaco para sumergirnos en un laberinto de calles atestadas de turistas en pantalón corto y niños lamedores de helados que se dejaban arrastrar por sus padres a la busca y captura de un rincón sombreado donde soplara una ligera brisa, mientras contemplaban la caída de la tarde. Mi padre, más drástico, aparcó en una explanada habilitada para tal fin y me empujó hacia el interior de un local climatizado, en cuya entrada lucía un cartel con el rimbombante nombre de “Bar Paradiso”.
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