
-Sí, hija, sí. Me llamaba desde el aeropuerto de Atenas. Mañana las tenemos aquí -respondió papá, con los hombros encogidos y las cejas tan arrugadas como las puntillas de los huevos fritos de Jacinta.
-Pero si no caben... -solté yo en un intento de impedir que sucediese lo irremediable.
-Claro que no, pero el pueblo está lleno de hotelitos. Menuda es tu madre. Eso no le va a impedir tocarnos las pelotas, que es lo que se propone.
Ojalá le toque la habitación 1015, pensé. Con lo tiquismiquis que es mi madre, allí no aguanta ni dos días.
-Bueno. Yo, si no les importa, me marcho -dijo Jacinta con un hilo de voz, preocupada por la que había liado.
-Venga, que la llevo al pueblo -respondió papá.
-No, por mí no se preocupe, que me voy andando. Que el médico me ha dicho que me conviene andar -dijo ella.
-¿Cómo se va a ir andando hasta el pueblo? Quite, quite, que en el coche es un momento, mujer. Y no le dé más vueltas, que no es culpa suya -respondió mi padre cogiendo las llaves- ¿Te vienes, Clara?
Por supuesto. Me moría de ganas de visitar a “Edelmar” y contarle lo del “naufragio” para ver qué cara ponía.
Cuando llegamos, dejé a papá frente a una horchata doble, y me encaminé hacia mi tienda preferida. Comenzaba a anochecer en el pueblo. Ella, como si me estuviese esperando, se inclinó hacia mí en cuanto entré y me envolvió en un cálido abrazo. Llevaba una túnica azul oscuro y su olor a mar era más intenso que nunca. Sin palabras, me condujo hasta el taburete frente a su mecedora.
-¿Estás bien?- susurró con aquella voz suya tan peculiar.
-Estupendamente. Pero, ¿cómo lo sabes? -respondí sorprendida, pues por el tono de su pregunta me di cuenta de que estaba al tanto de todo.
-Sé todo lo que ocurre en el mar... Es mi vida... ¿Te apetece que leamos un poco? -dijo, abriendo el libro que tenía entre las manos. Era el de siempre, por supuesto. Bueno, después de tanto insistir, ¿por qué no?, pensé.
-Vale, pero empieza tú -le dije.
Y me contó una historia como yo no había oído jamás. Mezclaba pedacitos de lectura y el resto lo hacía de memoria. Sabía dar voz a los peces y a las estrellas de mar. De sus labios me llegaba el sonido de las olas y el silencio de los fondos marinos. Me llevó de la mano más allá de aquella tiendecita de artículos de pesca, para sumergirme en un mundo de misterio y maravilla, que me dejó regusto a sal y ganas de seguir escuchando para el resto de mis días.
La campanilla de la puerta me sobresaltó. Papá avanzaba hacia nosotras, tímidamente, mientras la voz de “Edelmar” se apagaba para dar paso a una ancha sonrisa.
-Clara, tenemos que volver a casa. Ya es muy tarde -dijo, tomándome de la mano y, dirigiéndose a “Edelmar” apuntó: –Espero que la niña no la haya molestado.
Ella inclinó la cabeza, envuelta en aquellos rizos suyos tan espectaculares y, sin dejar de sonreír, se encaminó hacia la puerta.
-Hasta mañana. ¿Puedo volver? -le pregunté.
Edelmar cabeceó con suavidad, afirmando.
Llegué a casa medio dormida, habiendo olvidado por completo las visitas del día siguiente y sin responder a papá cuando me preguntó si, por fin, “Edelmar” hablaba.