Los truenos sonaban cada vez más cercanos y Jacinta se pasó todo el camino hasta el pueblo santiguándose cada vez que un relámpago cruzaba ante nosotros. El cielo se oscurecía por momentos y papá tuvo que encender las luces, a pesar de que en el reloj eran sólo las siete de la tarde. Ella, antes de bajar del coche, tuvo un último intento por hacer desistir a papá en su empeño.
-Por favor, señor. Métase en casa con la niña. No vayan a la playa. Por lo que más quiera. -Insistía, juntando las manos. Hasta que un relámpago de los gordos iluminó la calle, obligándola a refugiarse en el interior de la vivienda con los ojos abiertos como farolas.
Papá me sonrió con complicidad. -¡Al fin solos, pequeña! Vámonos a disfrutar de una tormenta de las de verdad.
Recorrimos varias calas en busca de una que ofreciese una mínima protección de la lluvia que ya había empezado a caer con fuerza. Un saliente en las rocas formaba una especie de mirador recogido frente a la panorámica del mar. Nos guarecimos bajo su techo y nos dispusimos a extasiarnos ante el bello espectáculo de relámpagos y truenos que cada vez cobraba mayor intensidad. Me parecía un juego el que se traían las olas unidas a la tormenta que iba en aumento. Cuanto más luminosos eran los relámpagos, más intenso era el estruendo de los truenos y mayor el fragor de las olas. Allí, a cubierto del agua, con mi padre al lado comentando las mejores jugadas, me sentía la niña más feliz del mundo. Mucho mejor que un parque de atracciones, pensé, y me agarré fuertemente a su mano porque, aunque me lo estaba pasando de película, justo es reconocer que la tormenta impresionaba lo suyo.
Hacía ya más de una hora que diluviaba y aquello parecía no tener fin. Una cortina de agua nos impedía, por momentos, divisar el mar que teníamos enfrente. El terreno que conformaba la plataforma, una mezcla de arcilla y canto rodado, se iba desgajando con el aguacero y transformándose en barro que se unía a las olas, con lo que nuestro mirador se reducía por momentos. Papá comenzaba a impacientarse, a pesar de lo mucho que, aseguraba, le gustaban las tormentas.
-Bueno, tendré que reconocerle la razón a Jacinta. Esto no es una tormenta de verano cualquiera -dijo con vocecilla nerviosa-. Creo que lo mejorserá que volvamos hacia el coche. Lo peor es que ya no se ve ni el caminito por donde hemos bajado.
Yo miré hacia arriba, haciendo visera con la mano.
-Papá, es que no se ve porque no está. Se ha deshecho.
-¿Cómo que no está? -respondió mi padre, asustado de verdad- Eso es imposible. Por algún sitio se ha de poder llegar arriba.
-¡No se puede, papá! ¡Tendremos que esperar aquí hasta que deje de llover! -respondí yo a gritos, porque ya el estruendo producido por la tormenta y las olas imposibilitaban la conversación en un tono normal.
-¡Clara, ¿no te das cuenta?, el terreno se desplaza! ¡Pronto nos veremos literalmente con el agua al cuello! -me gritó papá con voz entrecortada por el espanto.
-A mí no me asustan las olas, papá -respondí tranquila.
-¡Pues a mí, sí! ¡Y mucho! ¡El agua nos puede arrastrar mar adentro! ¡Nos ahogaremos! ¿Es que no lo entiendes? ¡Vamos, tenemos que intentar llegar hasta arriba como sea! -Los gritos de mi padre sonaban histéricos a estas alturas.
-El mar no nos hará daño, papá -respondí, intentando tranquilizarle...
20 de octubre de 2009
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