¿Queréis que os cuente un cuento? Se titula "Espuma de Mar" y comienza así...
"Jamás creí en los cuentos de hadas. Los que mamá me contaba antes de acostarme -todavía oliendo a perfume caro, oficina y estrés-, eran rápidos y contundentes sin añadir ni quitar una coma a lo preestablecido. Sus relatos eran precisos (junto al sofá esperaba el trabajo, en formato Dina4, dentro de su maletín de ejecutiva) y, probablemente, lo hacía siguiendo las instrucciones contenidas en algún manual para madres principiantes consumido durante mi gestación entre proyecto y proyecto, para no tener que sentirse culpable más tarde por la poca atención que suponía habría de dispensarme..."
¡Uff! ¡Se me ha hecho tardísimo! Mañana seguimos, ¿vale?...
CONTINUACIÓN:
"Papá era médico traumatólogo, profesión a la que había accedido tras cinco años de matrimonio e intensos estudios, mientras mamá trabajaba día y noche diseñando “preciosas” colecciones para niños futuristas que parecían arrancadas de las mejores novelas de Julio Verne.
Por lo visto en su estructura matrimonial no estaba prevista mi concepción, previa a unos supuestos triunfos laborales mutuos. Digamos que fui el resultado de un error de cálculo en dos seres calculadores en exceso. Pero la Naturaleza, no siempre dispuesta a ceder terreno a los absurdos proyectos humanos, erró sus elaborados planes y en ésas aparecí yo. Nací llorona y soñadora, qué se le va a hacer, y si yo no entraba en los cálculos de la pareja, esta doble faceta mía terminó por desestructurarlos. Mamá sobrellevó mis primeros dos años de vida con unas ojeras profundas y acuosas que la sacaban de quicio cada vez que se contemplaba en el espejo durante sus largas sesiones de maquillaje; aunque, más tarde, habrían de prestar a su mirada, más bien plana, una profundidad que le sentaría de maravilla. Papá me ignoraba, bien por mi aparición sorpresiva cuando se encontraba a punto de finalizar sus estudios, bien porque los mismos no le permitían desviar la vista un palmo más allá de los libros y el bocadillo con litros de coca-cola con que acompañaba sus largas concentraciones..."
Por lo visto en su estructura matrimonial no estaba prevista mi concepción, previa a unos supuestos triunfos laborales mutuos. Digamos que fui el resultado de un error de cálculo en dos seres calculadores en exceso. Pero la Naturaleza, no siempre dispuesta a ceder terreno a los absurdos proyectos humanos, erró sus elaborados planes y en ésas aparecí yo. Nací llorona y soñadora, qué se le va a hacer, y si yo no entraba en los cálculos de la pareja, esta doble faceta mía terminó por desestructurarlos. Mamá sobrellevó mis primeros dos años de vida con unas ojeras profundas y acuosas que la sacaban de quicio cada vez que se contemplaba en el espejo durante sus largas sesiones de maquillaje; aunque, más tarde, habrían de prestar a su mirada, más bien plana, una profundidad que le sentaría de maravilla. Papá me ignoraba, bien por mi aparición sorpresiva cuando se encontraba a punto de finalizar sus estudios, bien porque los mismos no le permitían desviar la vista un palmo más allá de los libros y el bocadillo con litros de coca-cola con que acompañaba sus largas concentraciones..."
¿QUERÉIS QUE SIGA?
SEGUIMOS...
"En cuanto pisé la guardería mi llanto diurno cesó. Descubrí que existían más seres diminutos como yo en el mundo. Pequeños, indefensos é incómodos. No estaba sola en mi desgracia. El primer día de curso el llanto de mis futuros colegas llenaba las aulas, desbordándose por puertas y ventanas y colapsando la estrecha calle. Ante tanta lágrima desgarradora, yo callé. ¿Para qué armar tanto alboroto donde nadie te va a oír? Callé, observé y llegué a la conclusión de que mi situación podía mejorar con el tiempo. De hecho, al tercer día, cesaron los llantos y empezamos a jugar y familiarizarnos unos con otros. Los juguetes no eran tan hermosos y abundantes como los que llenaban mi habitación, pero el hecho de compartirlos y hasta pelear por ellos con el resto de enanos desgraciados, los hacía mucho más interesantes que aquel montón de plástico bien ordenado que reposaba en las tristes estanterías hogareñas y con el que mis padres pretendían llenar mi vida de otras faltas mayores..."
Y MÁS...
"De noche, sin embargo, la potencia de mis descansados pulmones retumbaba por los pasillos y en los oídos de mi padre que, con tapones de silicona en los orificios de los mismos, se esforzaba en concentrarse en la diminuta letra de los textos médicos. Hasta que mamá empezó con sus narraciones nocturnas que, aunque jamás fueron motivo de gran interés para mí, por lo menos intentaban demostrarme que le importaba un poquitín y con eso tuve suficiente por un tiempo. Hasta que cumplí siete años.
Por aquel entonces papá era ya todo un señor doctor pluriempleado que aparecía esporádicamente en el ámbito familiar para cambiarse de ropa y dormir unas horas mientras que mamá, adorada y festejada en todas las ferias y certámenes de moda infantil, me dejaba en manos de canguros cada vez más inexpertas e ineficaces. Hasta que un buen día, mientras me encontraba rellenando de colorines unos bocetos que mamá debía presentar para la nueva colección de Primavera-Verano, y que yo le había hurtado del maletín sin que se enterase, les oí discutir..."
"No es que se tratase de un hecho inusual entre ellos, simplemente era algo que sucedía sólo muy de vez en cuando porque coincidían en casa cada vez con menor frecuencia. Ese día, sin embargo, el asunto me sorprendió por varios motivos. El primero fue el tono suave, casi susurrante, de la discusión. Ahí solté los lápices de color y agucé el oído sin éxito. No conseguía entender un ápice de sus palabras y eso me empujó a abandonar la silla y acercarme con sigilo al pasillo. El segundo motivo discordante fueron las lágrimas. Mamá lloraba en voz baja. Ella siempre lo hacía acompañándose de voceos y vajillas estrelladas contra el suelo de parquet del comedor, pero esta vez lloraba de verdad, como las heroínas de las películas, sin casi ruido y con unos gruesos lagrimones chorreantes que se detenían unos instantes en las bolsas ojerosas para descender rápidamente hasta la barbilla en un goteo incesante. Pero el tercer y más sorprendente indicio de peligrosidad fueron las palabras que pronunció antes de abandonarnos para siempre tras recoger sus bártulos y dirigir una mirada asesina a sus dibujos coloreados con tanto mimo por mí.
-Me marcho, Andrés, no puedo más. Los hombres no sois más que una panda de pretenciosos egoístas que sólo pensáis en vosotros -mascullaba, mientras recogía sus ropas y las embutía de cualquier manera en la maleta (ella siempre tan cuidadosa con sus trapos, como solía llamarlas).
–Lo siento por ti... Por los dos... -rectificó dirigiéndome una mirada lastimosa, cosa que me honró sobremanera al sentirme incluida en el paquete de abandonados y demostrarme que yo también contaba en aquella especie de curiosa familia que comenzaba a desmoronarse. –Pero ya empieza a ser hora que te ocupes de alguien más que de ti mismo. En cuanto a mí no sufras, a partir de ahora mismo empezaré a vivir. Y por si te asalta alguna duda al respecto, no hay otro hombre en mi vida desde que he descubierto que prefiero dormir abrazada a una mujer... Adiós, Andrés-. Y depositando un húmedo y perfumado beso en mi estupefacta mejilla derecha, se marchó dando un sonoro portazo..."
Y SEGUIMOS
"Jamás creí en los cuentos de hadas hasta el verano del 97 cuando papá decidió, tras la humillación por el abandono, alquilar una casa en la playa donde refugiarnos y llorar la pérdida como dos náufragos a la deriva.
Yo, sin embargo, considerando que había derramado ya suficientes lágrimas durante mis primeros años de existencia, decidí disfrutar de aquellas primeras vacaciones de verdad, cerca del mar y con un padre para mí sola.
Para otra niña que no fuese yo; habituada a la soledad y los largos silencios, los doscientos kilómetros que nos separaban de nuestro destino podrían haber representado un recorrido tedioso e interminable, más teniendo en cuenta que tardamos cerca de cinco horas en salvar una distancia que, en otras fechas y con el pié de mi padre clavado en la palanca del gas, hubiese quedado reducida a una hora y media. Pero a mí no me iban arruinar tampoco las vacaciones las enormes caravanas de coches amontonados en la autopista aquel día primero de Agosto. Así que maté el trayecto hojeando cómics, jugando con la Nintendo y dormitando a ratos.
Yo, sin embargo, considerando que había derramado ya suficientes lágrimas durante mis primeros años de existencia, decidí disfrutar de aquellas primeras vacaciones de verdad, cerca del mar y con un padre para mí sola.
Para otra niña que no fuese yo; habituada a la soledad y los largos silencios, los doscientos kilómetros que nos separaban de nuestro destino podrían haber representado un recorrido tedioso e interminable, más teniendo en cuenta que tardamos cerca de cinco horas en salvar una distancia que, en otras fechas y con el pié de mi padre clavado en la palanca del gas, hubiese quedado reducida a una hora y media. Pero a mí no me iban arruinar tampoco las vacaciones las enormes caravanas de coches amontonados en la autopista aquel día primero de Agosto. Así que maté el trayecto hojeando cómics, jugando con la Nintendo y dormitando a ratos.
De vez en cuando, el destello fulgurante del mar se vislumbraba a lo lejos y yo interrumpía mis quehaceres para contemplarlo y descansar la vista. Papá, a quien nunca se le había dado bien la conversación y menos con una niña de siete años, es decir yo, iba colocando CDS como un poseso que extraía de un montón que traía en la guantera del coche. A mí el sonido de algunos de ellos me molestaba un tanto, pero, por nada del mundo, se me hubiese ocurrido abstraerle de su música. Todavía no había suficiente química entre nosotros para tales muestras de confianza.
Con los primeros acordes del réquiem de Mozart llegamos al pueblo, y la casa nos recibió con las notas finales. Parecía una premonición. Mi progenitor había localizado la vivienda a través de Internet y lo que, en la fotografía, lucía como una residencia esplendorosa rodeada de jardín exuberante, resultó ser una modesta construcción de una sola planta envuelta en matojos resecos y árboles mal podados. La fruta de estos últimos yacía despanzurrada por el suelo, envuelta en nubes de moscas zumbadoras que se pegaron a nosotros en cuanto abandonamos el seguro refugio de nuestro vehículo..." CONTINUARÁ