Mamá y Lucy se las ingeniaron para encontrar una casita en el centro del pueblo donde se instalaron dispuestas a controlar la situación y hasta a cambiar el destino de sus gentes, si nadie se lo impedía. Papá cogió un cabreo descomunal cuando se enteró por mediación de Jacinta, a quien le había llegado la noticia a través de Antonio, el de la inmobiliaria que, cómo no, en cuanto vio la oportunidad les encasquetó una de las casas más caras de que disponía.
Por lo visto, el día de su llegada, habían estado discutiendo largo y tendido hasta que mi padre se hartó y le dijo a mamá que lo suyo había sido un abandono de hogar en toda regla y que no tenía nada que rascar en cuanto a mí. O sea, que ella y su amiga se podían largar con viento fresco y cuanto antes mejor. Eso me lo contó camino a casa tras recogerme de las faldas de “Edelmar”.
Pero yo conocía a mi madre, tan bien como él, y ambos sabíamos que no se daría por vencida tan pronto. Además, instigada por Lucy y sin entender el porqué, se le había despertado un instinto maternal tan súbito que nos hacía temer lo peor.
Todo se complicaba por momentos. Papá entró en una de sus fases de malhumor e incomunicación, de la que sólo salía para ir al pueblo a discutir con mamá. Yo, aprovechando esos viajes, visitaba a “Edelmar”.
Sus cuentos me fascinaban y empezaba a encontrarle gustillo a seguir con su lectura en solitario. Los personajes que ella creaba en mi imaginación tomaban vida y, cuando me encontraba sola, lo cual sucedía a menudo ahora, me sentaba a la sombra de un árbol y al instante me sentía rodeada de toda clase de plantas y animales marinos, con los que podía mantener, al margen de la lectura, conversaciones interminables que me mantenían entretenida durante horas.
Se lo conté a “Edelmar” una tarde y ella, con tranquila sonrisa, me animó a continuar. No así Jacinta, a quien preocupaba enormemente el que yo pasara tantas horas leyendo y hablando sola. Un día se lo contó a papá. Yo volvía hacia la casa, tras pasar toda la tarde metida en la piscina jugando con mis imaginarios compañeros, cuando les oí hablar. Me senté bajo una de las ventanas de la cocina y disparé las antenas.
-Yo sé que el señor anda con problemas estos días -decía Jacinta, mientras trasteaba con la cena-. Y no es mi intención meterme donde no me llaman, Dios me guarde, pero la niña no está bien y es mi obligación decírselo. Está como apagada y anda todo el día sola con ese libro hablando al aire. Y como que usted es médico...
-No entiendo nada de niños, Jacinta, lo siento -la interrumpió mi padre- Mi especialidad son las roturas.
-Pues de eso le hablo, señor. La niña y usted andan rotos desde que llegó la señora, y con perdón. Y, ya se que no es cosa mía, pero la niña me tiene muy preocupada. Se lo decía anoche a mi Jose: Esa criaturita necesita que la cuiden, que la distraigan y que la quieran.
-Yo la quiero, Jacinta, aunque a nadie se lo parezca -saltó papá en su defensa- Pero las cosas no son tan simples. A la loca de mi mujer le ha dado ahora por querer pasar unos días con la niña. Como si le importase un pimiento. Y cuando sienta que se ha lavado la conciencia, se largará otra vez y si te he visto no me acuerdo. No sé ni cómo decírselo a Clara.
-Los niños entienden, señor. Lleve a la niña con su madre, eso no se lo puede negar. Y luego, si la señora se queda tranquila con eso, se irá como vino y ustedes a seguir gozando de las vacaciones tan ricamente -apostilló Jacinta.
-Ojalá fuese todo tan sencillo. Pero sí, algo habrá que hacer. Me la llevaré un rato a la playa antes que se haga de noche y hablaré con ella -concluyó papá.
Yo me fui corriendo hasta la piscina y ya hacía como que regresaba a la casa, cuando salió papá con las cañas de pescar.
-Venga, Clara, vámonos un ratito a tirar unos cuantos anzuelos al mar. ¿Te parece?-. Cada día me gustaba más mi padre. No decía nunca cosas sin sentido como los demás. Otro me hubiese invitado a pescar, pero papá sabía tan bien como yo, que nuestras intentonas siempre resultaban fallidas y lo único que conseguíamos era distraer a los peces con las mosquitas de colores que comprábamos en la tienda de “Edelmar”.
Sentados cerca de la orilla, admirábamos un horizonte apastelado, teñido de nubes celestes y rosas a las que la puesta de sol en las montañas prestaba colores cambiantes con su reflejo. Papá no sabía por dónde empezar y yo, compadecida, decidí prestarle ayuda.
-Papá, si me voy donde mamá y Lucy un día o dos, ellas se cansarán pronto y se marcharán. A mí no me importa, de verdad -le dije, apoyando mi cabeza en su brazo.
-Hija mía, no sé de dónde has salido tú tan cuerda con el par de locos irresponsables que tienes por padres -contestó él besándome el pelo-. A menudo pienso en todo lo que me he perdido en estos siete años. No te merecemos, ni tu madre ni yo.
La luz del día se iba apagando lentamente cuando, de repente, apareció una luna roja y redonda a nuestra izquierda, cerca del pueblo.
-¡Mira, papá, la luna se está quemando! -exclamé, asustada.
-No, hija, no. Es por el reflejo del sol... Hermoso, ¿verdad?. Anda, vamos a recoger, que hoy los peces ya han jugado bastante. En cuanto lleguemos a casa llamaré a tu madre y le diré que mañana te llevo con ella. A ver si acabamos con esto cuanto antes -dijo él tomándome por los hombros.
Antes de abandonar la playa, eché una ojeada en dirección al pueblo. Allí estaba “Edelmar”, cerca de la orilla, con una túnica del color de la noche mezclándose con la espuma. La saludé con la mano y ella respondió a mi saludo y, aunque era imposible distinguir su rostro en la lejanía, estaba segura que en su boca se dibujaba una sonrisa que me estaba destinada.
CONTINUARÁ...
24 de septiembre de 2009
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