Jacinta resultó una persona tierna y entrañable que se ocupó de nosotros desde el primer día con amor de abuela; sobretodo de mí, en cuanto se enteró que mi madre nos había abandonado. Desde el instante en que apareció por la puerta, una actividad febril se desató dentro de la casa y sus alrededores.
Nos despertó el aroma a pan tostado y un estruendo infernal de cacharros en la cocina.
-¡Clara, rápido, la casa se nos viene encima!, anunció mi padre con ojos desorbitados, sacándome de la cama y arrastrándome hacia la salida. En la cocina topamos con un ser regordete y sonriente que, sartén en ristre, se disponía a freír un par de huevos.
-¡Hola! Buenos días. ¿No les habré despertado, verdad? -dijo, mientras cascaba los huevos con aire de cocinera experimentada– Nada como un buen desayuno para empezar el día con alegría. Lo dicen en la radio, bueno ellos dicen energía pero yo lo he cambiado porque donde haya alegría lo demás viene solo. Hala, hala, siéntense, que esto está ya listo.
En la mesa había tostadas, mantequilla, queso, fruta, leche y un par de hermosos y tostaditos huevos recién salidos de la sartén. Supongo que papá, ante tantas exquisiteces, se contuvo de regañarla por el susto que había recibido unos segundos antes. Nos dispusimos a devorar el ágape como leones con hambre atrasada.
-Y, ¿de dónde ha salido todo esto? -preguntó mi padre con la boca llena de huevo, señalando las viandas.
-Oh, lo he traído del pueblo aprovechando que hoy mi Jose me traía en la furgoneta. No sabía si tendrían ustedes algo para desayunar y, la verdad, es que nunca había visto una nevera tan vacía. Vamos, que por no haber no hay nada, ni una miserable pieza de fruta. Y esta criatura necesita alimentarse, que el mar desgasta mucho -dijo, mirando a mi padre con aire de reprobación- Vamos, que el Antonio de la agencia me dijo que viniese un día por semana a limpiar, pero si usted quiere puedo venir más días y les cocino un poco. Yo no tengo hijos, ya ve usted cosas de la vida, y mi Jose se pasa todo el día en los campos de allá arriba, así que si después de desayunar me lleva al pueblo, le puedo llenar la nevera de cosas ricas. ¿Qué le parece? -terminó, cruzando las manitas regordetas por encima del delantal.
-Me parece estupendo. Señora, acaba usted de arreglarme las vacaciones. Ahora mismo me doy una ducha y nos vamos.
Mientras Jacinta y mi padre andaban de acá para allá, llenando el coche de comida hasta el techo, decidí hacerle una visita a “Edelmar”. Ella estaba sentada en la mecedora del rincón, leyendo un libro y al oír la campanilla de la puerta, levantó la vista y, sonriendo me instó a acercarme. Señaló un taburete frente a ella donde me instalé. Vestía de nuevo una túnica blanca, parecida a la de la mañana anterior y, me ofreció el libro que estaba leyendo, mientras se recogía la larga cabellera hacia atrás con aquella suavidad de gestos que me tenía maravillada. Vi que el libro era el mismo que nos había vendido la tarde anterior.
-“Cuentos del mar” -leí- Yo no creo en los cuentos, son aburridos, y además no me gusta leer. ¿Oye, no puedes hablar? ¿Eres muda?
Ella rió abiertamente sin emitir ningún sonido, tomó una gran bocanada de aire y lentamente, como si le costase un gran esfuerzo, acercó su boca a mi oído y susurró con una voz extraña, profunda y oscura... CONTINUARÁ...
1 de julio de 2009
Suscribirse a:
Entradas (Atom)