
Papá me gritó algo que no entendí, ignoro si debido al ruido de las olas y el viento ó por el susto que llevaba encima. De repente él desapareció de mi vista y un segundo más tarde, sentí que alguien tiraba de mí hacia el agua. Yo sabía nadar, mamá me había inscrito a cuantos cursillos se organizaban en la escuela y hasta había ganado una medalla en las competiciones finales de la escuela, pero aquello no era una piscina apenas agitada por un montón de niños ansiosos por llegar a la meta y salir del agua cuanto antes. Aquello eran olas de verdad y, aunque papá me agarraba con fuerza, mi espanto fue en aumento cuando vi que nuestra barquita se estrellaba contra las rocas y desaparecía descuartizada, tragada por el oleaje.
Ahora nos toca a nosotros, pensé. Abrí la boca para tomar aire pero se me llenó de agua salada. Cada vez que abría la boca me ocurría lo mismo y ya sentía un dolor muy fuerte en el pecho y ganas de vomitar, cuando todo se fundió. No más olas, no más ruido, no más viento. Ni siquiera miedo. Silencio, paz y una sensación de ser tomada en brazos y apartada de aquel espanto. Estaba dormida, mecida por las olas, y lo sabía. El olor a mar me envolvía y las algas me acunaban.
De repente, un resplandor muy fuerte me obligó a abrir los ojos. Lo hice y me encontré tumbada en la arena, lejos de la orilla y con el sol dándome de lleno en la cara. Me incorporé y vi a papá tumbado unos metros más allá, boca abajo. Parecía dormido...