15 de octubre de 2009

ESPUMA DE MAR CAPÍTULO VI

Todo volvía a estar en su sitio. Papá cuidando de mí, Jacinta cuidando de los dos y mamá y Lucy lejos, en Barcelona, o Paris, o Milán, daba lo mismo, pero lo suficientemente lejos como para que no peligrase nuestra recién recuperada libertad. Además, Jacinta había aprendido lo suficiente sobre nuestra familia en aquellos días como para ser muy meticulosa a la hora de dar noticias por teléfono. Aunque papá, por si las moscas, desconectaba el móvil cada día a la hora de la siesta, mientras ella limpiaba la cocina y preparaba la cena.

Fueron días magníficos. Por la mañana nadábamos en la playa hasta que nos rugían tanto las tripas de hambre que teníamos que volver corriendo a casa, donde Jacinta nos esperaba sonriente con fuentes enormes de ensalada, pasta, carne empanada o pescados a la parrilla. Luego, mientras papá dormía la siesta, yo me entretenía leyendo los cuentos de “Edelmar” que ahora cobraban un significado mucho más real para mí, si cabe. Por la tarde simulábamos pescar y, cuando devolvíamos a Jacinta a su casa, papá se quedaba tomando un refresco en el bar del pueblo mientras yo visitaba a mi amiga.

Me parecía curioso que mi padre, pasada la primera impresión, no se sintiese atraído por ella. Creo que su efecto era el mismo que producía en el resto del pueblo. Parecía no existir, excepto para mí. Nunca entraba nadie en la tienda. Nunca nos interrumpió persona alguna buscando un artículo de los que había expuestos para la venta. Era como si el recinto de la tienda y su contenido fuesen invisibles para todos. Un día se me ocurrió preguntar a Jacinta por ella y me asombró su respuesta casi tanto como el conocimiento de la verdad.

-¿La tienda de pesca?... Pues, no sé, la verdad. La abrió un marinero viejo, pero muy pronto se puso enfermo y entonces vino esa chica, su sobrina creo. Luego él se murió y ella se quedó en la tienda. Sólo abre en verano y luego, en invierno, se marcha. Vivirá en otro sitio, supongo -fue su respuesta desinteresado sobre el asunto- ¡Ay! ¡Por poco se me queman las patatas! Cuidado, bonita, no te acerques a los fogones que te puedes quemar.

Una tarde el cielo se nubló de repente y se oyó un trueno enorme y largo rugiendo a lo lejos. Yo estaba sentada a la mesa de la cocina merendando, cuando Jacinta pegó un brinco y apareció a mi lado temblando.

-¡Dios mío, la tormenta! -gritó, agarrándose a mi brazo.

-¿Ha sido eso un trueno? -preguntó mi padre, asomando la cara de sueño que traía siempre después de la siesta-. Pues menos mal. Ya iba siendo hora. Este bochornazo no hay quien lo aguante. Un poco de agua refrescará el ambiente.

-¡Ay, señor, no diga eso! -respondió Jacinta, cuyo rostro iba palideciendo por momentos.

-No me dirá que la asustan las tormentas, mujer.- Sonrió papá.

-Usted no sabe lo que es eso aquí, señor. -Decía santiguándose.

-Pues lo mismo que en todas partes. ¿Qué pasa? ¿Que tenemos goteras en palacio? Pues saldremos fuera a contemplarla. ¿Te parece, Clara? -dijo papá guiñándome un ojo.

-¿No pensará salir con la niña si hay tempestad? -gimió Jacinta, escandalizada.

-Pero qué tempestad ni qué... Vamos, ni que estuviésemos veraneando en el Caribe... A ver, cuénteme, ¿qué suculencia nos tiene preparada para cenar hoy, Jacinta? -preguntó papá, cambiando de tema.

Ella pareció dudar ante el giro tan brusco surgido en la conversación. –Pues... Coca salada. Es muy... Muy típica de aquí. Es como una especie de “pisa” de esas que les gustan tanto a los niños. Está a punto para meter en el horno. Y ensalada, que ya está limpia y dentro de un bol en la nevera.

-¡Perfecto! -exclamó papá frotándose las manos–. Entonces, ahora mismito la dejo en su casa, donde usted se sentirá a salvo y la niña y yo nos vamos a la playa a disfrutar del espectáculo.

-Pero... Señor.

-Ni peros ni peras, Jacinta. Y deje de llamarme señor, ¿cuántas veces habré de repetírselo? Ande, mujer, suba al coche y relájese...

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