12 de julio de 2009

ESPUMA DE MAR CAPÍTULO IV

Aquella mañana el mar estaba tan tranquilo que parecía una balsa. Pero una peliculilla de burbujas aceitosas, flotando cerca de la orilla, nos decidió a meternos enseguida en la barca y alejarnos un poco para encontrar aguas más limpias. Nos costó un poco pillarle el tranquillo al asunto del despegue pero, poco a poco, conseguimos alejarnos de la orilla casi sin apenas esfuerzo. No soplaba la más ligera brisa y parecía que no nos movíamos del mismo sitio, cuando el cielo se nubló y un golpe de aire inesperado nos disparó a toda marcha hacia el horizonte. Dejamos de ver flotadores, patines y colchones hinchables en pocos segundos para observar, con terror, cómo la parte escarpada de la costa se nos acercaba a toda velocidad. Papá intentaba dominar la barca con los remos, pero la fuerza del viento nos empujaba como si una boca gigantesca soplara sobre una cáscara vacía de nuez en medio de una balsa enorme, jugando con nosotros y llevándonos de acá para allá sin que nuestros esfuerzos sirviesen para algo.

Papá me gritó algo que no entendí, ignoro si debido al ruido de las olas y el viento ó por el susto que llevaba encima. De repente él desapareció de mi vista y un segundo más tarde, sentí que alguien tiraba de mí hacia el agua. Yo sabía nadar, mamá me había inscrito a cuantos cursillos se organizaban en la escuela y hasta había ganado una medalla en las competiciones finales de la escuela, pero aquello no era una piscina apenas agitada por un montón de niños ansiosos por llegar a la meta y salir del agua cuanto antes. Aquello eran olas de verdad y, aunque papá me agarraba con fuerza, mi espanto fue en aumento cuando vi que nuestra barquita se estrellaba contra las rocas y desaparecía descuartizada, tragada por el oleaje.

Ahora nos toca a nosotros, pensé. Abrí la boca para tomar aire pero se me llenó de agua salada. Cada vez que abría la boca me ocurría lo mismo y ya sentía un dolor muy fuerte en el pecho y ganas de vomitar, cuando todo se fundió. No más olas, no más ruido, no más viento. Ni siquiera miedo. Silencio, paz y una sensación de ser tomada en brazos y apartada de aquel espanto. Estaba dormida, mecida por las olas, y lo sabía. El olor a mar me envolvía y las algas me acunaban.

De repente, un resplandor muy fuerte me obligó a abrir los ojos. Lo hice y me encontré tumbada en la arena, lejos de la orilla y con el sol dándome de lleno en la cara. Me incorporé y vi a papá tumbado unos metros más allá, boca abajo. Parecía dormido...

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