8 de junio de 2009

ESPUMA DE MAR CAPÍTULO II

"La casa, una vez limpia de polvo, telarañas y demás bichos, resultó un encanto. Pequeña, pero más que suficiente para nosotros, disponía de salón-comedor- cocina, dos dormitorios y un baño. El jardín, enorme y desbrozado de maleza, poseía además una balsa rebosante de agua helada proveniente de un pozo, donde refrescarnos al volver de la playa. A mí, que me había gustado desde el principio a pesar de sus deficiencias, me pareció el lugar más maravilloso del mundo. El estrangulador de gorras nos acompañó, esta vez, en nuestro recorrido de inspección hasta obtener la aprobación de mi padre y un talón por el importe del alquiler.

Una vez solos, nos dedicamos a distribuir el contenido de las maletas entre las estanterías y un diminuto armario empotrado, cuando mi padre soltó un juramento.

-¿Será posible? Si es que era de esperar, no puede uno tener la cabeza en tantos sitios. ¡Pero esto es el colmo! -farfullaba mientras iba desperdigando sus ropas y libros por la cama, el suelo, la mesita, en fin, por todas partes. Mientras yo, sumisa como siempre, esperaba apoyada en el quicio de la puerta intentando adivinar el motivo de tanto alboroto.

-¡El bañador! ¡No he cogido el bañador! ¿Tú crees que es normal? Juraría que lo puse en la maleta...

Yo me encogí de hombros, aunque respiré aliviada. Por un momento había temido algo peor. Él se volvió hacia mí.

-Vamos, anda, vamos a comprar un bañador para el despistado de tu padre.

Y de vuelta al pueblo. Me parecía una situación extraña, vivida anteriormente. La casa, el jardín, la playa y otra vez en coche hacia el pueblo. Por un momento temí que me ocurriese algo parecido a lo de una película que había visto un sábado en televisión en la que un hombre del tiempo revive la misma situación una vez y otra, y otra, hasta llegar al desquiciamiento total.

Por suerte, en la tienda de artículos de pesca, donde había de todo lo inimaginable, no encontramos al hombre de la visera. Eso hubiera sido el colmo de la pesadilla. El local era oscuro y fresco, y costaba distinguir los artículos hasta que, pasado un cierto tiempo, la vista se acostumbraba a la falta de luz. El suelo, revestido de tablas de madera envejecidas, desprendía un ligero olor a rancio y a polvo estancado. Había redes colgadas de las vigas, cuadros con nudos marineros, jerséis listados, cortinas de cuentas de colores, flotadores, abanicos, estanterías repletas de libros y, colgados de unas pequeñas perchas con pinza, por fin, bañadores.

-¡Mira, papá, aquí! -grité feliz, al solventar el último obstáculo que me impedía ir a la playa con mi padre-. ¡Hay muchos, seguro que encontramos uno de tu medida!

-Vale, vale. No alborotes tanto. Tampoco hace falta que se entere todo el pueblo. -Contestó, acercándose donde yo señalaba. Tomó uno azul oscuro y se quedó con él en la mano, dudando hacia donde encaminarse para probarlo.

Y entonces apareció..."

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