6 de noviembre de 2009

ESPUMA DE MAR CAPÍTULO VI, ANTEPENÚLTIMO

No podía contar a mi padre el gran secreto. Lo había prometido. Pero yo sabía cosas que él ignoraba y eso hacía que me mantuviese serena mientras él se dejaba las uñas arañando el barro en un intento desesperado por ganar altura, a la vez que yo tiraba de su pantalón hacia abajo, lo que nos asemejaba más a un dibujo animado de los que corren sin moverse del sitio que a un par de personajes en peligro.

En un momento dado, los pies de mi padre resbalaron y, no teniendo donde agarrarse, se deslizó hacia atrás con rapidez entrando limpiamente en el mar. Veía su cabeza subiendo y bajando entre las olas, gritando mi nombre y agitando los brazos como aspas de un molino. Tras contemplarlo durante unos segundos, llegué a la conclusión de que se ahogaría sin remedio y me eché al agua. Pero no conseguía alcanzarle, ni siquiera veía donde se encontraba, porque las olas jugaban conmigo lanzándome de un lado a otro sin permitirme acercarme a él.

Tuve miedo por papá. Tuve miedo de que ella anduviese ocupada en otros asuntos y no acudiese en nuestro auxilio. Miedo de no haber entendido bien lo que me había contado. Miedo de que todo fuese un sueño en mi imaginación. MIEDO, simple y en mayúsculas.

Sólo entonces apareció. Majestuosa. Solemne. Elegante en su túnica azul mar hecha de espuma. Me sonrió y, mirándome a los ojos, alzó los brazos goteantes formados por minúsculas partículas saladas. Los extendió y con ellos abarcó toda la orilla, creando una enorme ola mullida que, sorteando el acantilado, nos depositó a mi padre y a mí en el caminito de la playa, justo al lado del coche. La gran ola se replegó de nuevo, regresando al mar, mientras papá tosía y vomitaba toda el agua que se le había metido en el cuerpo. Luego se quedó tumbado un rato, con los ojos cerrados, intentando recuperar el aliento que tenía atragantado por el susto. La tormenta se iba alejando por momentos y ya casi no llovía.

-Papá, ¿estás bien? -le pregunté.

-Creo que sí -contestó, sentándose en el suelo embarrado y palpándose el cuerpo como si buscase algo perdido por los bolsillos- ¿Y tú? -dijo, reaccionando por fin- ¿Estás bien, pequeña? ¿Cómo te encuentras? ¿Te has roto algo? ¿Has tragado mucho agua? ¿Te has...?

-Estoy mejor que nunca, papá -respondí, cortando el manantial de preguntas que acudían a la mente de mi padre a medida que se recuperaba- ¿La has visto?-

-¿A quién?... No me digas que había alguien más ahogándose con nosotros...

-No. Me refería a... -me interrumpí a tiempo. No podía compartir con él el secreto, a menos que hubiese sido tan testigo como yo de lo que había sucedido. Intenté disimular– ...Bueno, me refería a esa ola enorme que nos ha subido hasta aquí.

-No, hija, no. Lo único que veía era tu cabecita en el agua, pero no podía alcanzarte. Y luego, ya no recuerdo nada más. Ha sido como aquel día en la barca... Como si... En fin, espero que esta vez tu madre no se entere. Ni se te ocurra comentar nada de esto con Jacinta, aunque... -Se interrumpió y volvió a palparse, esta vez sí en busca de algo concreto- ¡Mierda! ¡Las llaves del coche! ¡Las he perdido!

-Bueno, pues volveremos andando. Ahora ya no llueve -contesté.

No entendía por qué los adultos se preocupaban tanto por cosas tan simples.

Tardamos más de una hora en llegar a casa. Los caminos estaban tan embarrados que nuestros pies se hundían en el suelo a cada paso. Un montón de árboles habían caído y, las ramas de algunos de ellos, habían perforado los invernaderos donde los payeses del lugar cultivaban verduras que luego vendían en el mercado. Lo poco que apreciábamos en la oscuridad de la noche, aparecía destruido. Papá dijo que siempre había que escuchar a los oriundos del lugar y que Jacinta tenía razón. Aquello no había sido una lluvia de verano mediterráneo, sino más bien el resultado de un ciclón tropical.

Una vez en casa que, para nuestro bien, nunca se cerraba con llave, descubrimos nuevos desastres. Para empezar la electricidad no funcionaba y, para cuando dimos con la linterna que papá traía en la maleta, ya éramos conscientes de que el suelo se encontraba cubierto por un palmo de agua. Por suerte, mi padre no se había llevado el móvil consigo con las prisas por devolver a Jacinta a su casa, y éste se encontraba sano y seco en una repisa de su dormitorio. Telefoneamos a Antonio, pero su teléfono comunicaba todo el tiempo. Entonces papá llamó a casa de Jacinta.

-¿Jacinta?... Sí, estamos bien, no se preocupe... Sí, sí, la niña se encuentra estupendamente... De verdad, se lo juro... Oiga, ¿sabe usted dónde para Antonio?... No consigo hablar con él y la casa está inundada... ¡Ah, vaya!... Bueno, no se preocupe... Que no, que no, mujer... Bueno, está bien... Hasta ahora. -Colgó y se me quedó mirando–. El marido de Jacinta viene para aquí en la furgoneta, a recogernos. Dice que hay un montón de apartamentos con problemas y casas inundadas y que Antonio anda de acá para allá como loco. Jacinta ha insistido en que vayamos a su casa a pasar la noche, así que vamos a cambiarnos y a quitarnos como podamos el barro que llevamos encima, porque si no nos comerá a preguntas.

-Lo hará igual -respondí yo.

-Bueno, pues tú chitón y déjame hablar a mí, ¿de acuerdo?

-Vale -dije yo, encogiéndome de hombros.

En casa de Jacinta confirmé mis sospechas. Papá acabó yéndose de la lengua con las hábiles preguntas de ella. Hubiese sido preferible que me dejase hablar a mí. Sabía inventar historias mucho mejores que las suyas.

Todo el pueblo andaba revuelto y a media luz, contó Jacinta. Después de la cena nos acomodó en el desván que, como había sido construido por su marido, dijo, era capaz de aguantar la tempestad más fuerte sin que una sola gota se colase entre las tejas y en el que ella tenía habilitada una habitación para cuando el pueblo se llenaba de turistas y a Antonio se le agotaban los alojamientos.

Papá se durmió en seguida. Lo notaba por los ronquidos que soltaba como una prolongación de los truenos de la tarde. Yo no tenía sueño. Había sido demasiado emocionante lo ocurrido en la playa, y reventaba de ganas de hablar con alguien sobre ello. Pero sólo podía hacerlo con una persona en todo el pueblo y, esa persona, no estaba disponible para mí a aquellas horas. Ella estaba en el mar, meciéndose con las olas y convirtiéndose en espuma que lamía las piedras y las rocas en un ir y venir sin fin. Imaginando su quehacer en aquellos momentos, cerré los ojos y, casi sin darme cuenta, me quedé dormida.